domingo, 27 de agosto de 2017

Del éxito y el fracaso

Bertrand Russell, Winston Churchill, Alice Munro entre tantos y tantos otros jamás escribieron para que se les diera el Premio Nobel. Parece que cuando alguien dice las palabras "Premio Nobel" o "Premio Pulitzer" o "Príncipe de Asturias" o "Universidad de Princeton" o "Universidad de Yale" (por nombrar algunas), esas personas pasan a formar parte de otra dimensión ajena al resto de los mortales, es como si su éxito ya estuviera marcado para el resto de sus vidas. La verdad es diferente: Lo que escribieron Russell, Churchill y Munro fue de calidad, pero también lo fue lo que escribieron muchísimos escritores que jamás se acercaron si quiera a un Premio Nobel. Citemos a Kafka, Arthur Miller, Joyce y Borges solo por nombrar algunos... Por no entrar en casos como los de Irena Sendler (el año en el que fue nominada se lo llevó Al Gore) y Ghandi en el ámbito de la paz.
¿Varía la calidad de la obra de estos intelectuales en función de quién ha ganado qué? ¡Por supuesto que no! El valor en sí no cambia, cambia el estilo, pero no su mérito artístico. Si Russell, Churchill y Munro no se esperaban un Nobel fue porque, contrariamente a lo que dicen nuestra intuiciones, no es lo que da valor a la obra, es un extra, un añadido pero depende de otras personas. La calidad de la obra es relativamente irrelevante a la hora de otorgar premios. Me explico, toda obra premiada con un buen premio tiene que tener unos criterios de calidad, pero dentro de esta categoría, ¿por qué a uno y no a otro? ¿Por qué a Russell y no a Kafka? La pregunta no está en la obra de Russell ni en la de Kafka, sino en el jurado. La decisión del jurado no depende entera ni necesariamente de una obra. Es más, no depende del autor. El autor escribe, pero el reconocimiento externo va más allá de lo que él puede controlar. Lo mismo es cierto de una nota. Supongamos que el examen consiste en escribir un ensayo. El alumno se esfuerza mucho y pone todo el conocimiento que puede. Pues muy bien, eso puede que le guste al profesor pero también puede que el profesor esté evaluando capacidad de síntesis, no conocimiento... Lo que importa no es el éxito ni el fracaso, eso no podemos controlarlo. Lo que sí podemos controlar es nuestro esfuerzo. Eso es lo que vale la pena. Con esto no estoy desprestigiando al que tenga un 10, tan solo digo que al fin y al cabo es posible que el que tenga un 9 acabe siendo mejor en su profesión y en su vida que el que ha sacado un 10. Nada es un pasaporte directo al triunfo perpetuo. El triunfo se consigue, no se te otorga como un premio o una nota. El éxito y el fracaso no deben ser los parámetros con los que evaluemos una vida, la gente es más que un reconocimiento externo o la falta del mismo. Nadie es un genio por haber ido a Princeton o a Yale o por tener un Pultizer o no. Pero alguien sí es una persona a la que merece la pena conocer siempre y cuando dé lo mejor de sí mismo. No se le debe dar demasiada importancia a ningún fracaso ni debemos alegrarnos demasiado cuando tenemos éxito. A veces pasamos por alto que detrás de cada éxito (y en ocasiones hasta detrás de cada fracaso) hay mucho esfuerzo que es lo que nos enriquece verdaderamente.
Desgraciadamente, a menudo a lo largo de la vida damos una importancia excesiva al éxito y al fracaso y solo nos damos cuenta de lo insignificante que son esos términos cuando la vida se ha acabado. Van Gogh fue un "muerto-de-hambre" que se amputó una oreja. Careció de prestigio en vida. Ahora goza de éxito en su muerte. Debió de pasarlo muy mal. Posiblemente soñara con ser un gran pintor de proyección internacional pero no vio su sueño realizado. Nuestra intuición sobre que el éxito importa está en realidad fundamentada sobre algo clave en la vida humana: los sueños. Somos nuestros proyectos. El ser humano tiene proyectos y es posible que algunos de nosotros soñemos con cosas grandes como ganar un Nobel o simplemente con ser el mejor de la clase. Estas actividades son las que dan sentido a la vida. Supongamos que alguien de 2º de bachillerato tiene como ambición ser el primero de su promoción y se esfuerza más que ningún otro. Es posible que consiga realizar su sueño pero también es posible que otra persona que, supongamos, tiene más facilidad que él le arrebate el primer puesto. Por un lado nos preguntamos, ¿qué más da? El esfuerzo está ahí, lo ha puesto, nuestro alumno debería estar tirando cohetes. Pero por otra parte es imposible no sentir rabia. Esperamos que nuestros sueños y las cosas en las que ponemos esfuerzo se vean recompensadas de alguna manera. No podemos evitarlo. Desde un punto de vista racional nos damos cuenta de que el éxito y el fracaso no dependen intrínsecamente de nosotros pero desde una perspectiva emocional no podemos negar que nos afecta. La razón, como digo, es que la realización de nuestros proyectos aporta sentido a nuestra espera. Si el alumno del ejemplo hubiera sido el primero de su promoción todo el esfuerzo y las horas que pasó estudiando se habrían visto reconocidas, su espera habría tenido sentido porque otros la hubieran recompensado. Al no ser el primero de su promoción, el alumno se entristece porque su proyecto no se ha visto realizado, su espera ha sido en vano. Se merece ser el número 1 tanto o más que el otro personaje, pero nuestro alumno ha fallado. Quizás a este alumno le pase como a Van Gogh, viva amargado toda su vida y solo tras su muerte el mundo se de cuenta de toda su valía. Nuestra gran tragedia es que si seguimos asociando éxito a felicidad y fracaso a tristeza nunca estaremos satisfechos. De haber sido el primero de su promoción, el alumno habría estado feliz pero solo temporalmente porque tarde o temprano se habría acostumbrado a ser el número 1, este hecho que antes era un objetivo se ha convertido en algo cotidiano, ya no tiene valor. Su siguiente meta podría haber sido estudiar ingeniería, pero tarde o temprano eso tampoco le hubiera llenado y habría anhelado ganar la matrícula de honor en su carrera, sueño que habría sido reemplazado por un deseo de publicar uno de sus artículos etc. Ya escribió Schopenhauer sobre este problema. Somos insaciables. Creemos que la realización de los sueños aporta sentido a nuestro esfuerzo anterior. Pero como he dicho, esta intuición no debería dominar nuestras vidas. Nos encontramos así con la paradoja de que el éxito no es lo que importa en una vida aunque solemos atar nuestros sueños a él, sueños que solo nos aportarán satisfacción momentánea antes de ser reemplazados por nuevos sueños destinados a repetir el mismo ciclo. Hay que abandonar esta manera de pensar para encontrar lo que nos llena verdaderamente y valorar la integridad del individuo a tiempo porque es una tragedia, como le pasó a Van Gogh, que el genio se reconozca como tal antes de que sea demasiado tarde. Como diría Sartre no hay que perder nuestra subjetividad.

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